Iglesia afirma que “El mundo de los ídolos, la soberbia, el orgullo, el placer y el poder, nos lleva a rechazar a Dios”

Campanas. Desde la Catedral, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti afirmó que nosotros, a veces, preferimos las tinieblas a la luz, y nos dejamos llevar por los intereses materiales, por los encantos seductores y caducos de un mundo indiferente a lo sobrenatural que prescinde de Dios, el mundo de los ídolos de la soberbia, el orgullo, la autosuficiencia, el placer, el poder y la fama. Esta tentación nos lleva a rechazar a Dios y a la luz, y a cerrarle las puertas como la cerraron a Jesús en Belén: “no había lugar para ellos en la posada”. Una tentación que está siempre muy al asecho también en la Iglesia, y que el Papa Francisco llama: mundanización.

El arzobispo dijo, que los cristianos estamos ante el gran reto de desterrar la mundanización de nuestra existencia y de la vida de la Iglesia, restituir el derecho de ciudadanía a Dios en nuestra sociedad, para que la convivencia entre personas y pueblos sea más humanizada y conforme al plan de salvación, ya que “Dios se humaniza, para hacernos a nosotros divinos” como dice San Agustín.

La liturgia de la Palabra de este 2do domingo de Navidad, nos ofrece la oportunidad para compenetrarnos más en profundidad en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios a fin de que transforme nuestra vida personal y la historia del mundo.

Ser “hijos de Dios” es la gracia más grande que hemos recibido, y nos compromete a una vida de fe auténtica

El prelado aseguró que ser “hijos de Dios” es la gracia más grande que hemos recibido, la gran dignidad que nos abre las puertas de la misma santidad de Dios y que nos compromete a una vida de fe auténtica y a una esperanza viva. El himno termina con un augurio de San Pablo a todos los cristianos; “que el Señor ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos”. Esta expresión es muy acertada en estos tiempos de temor y desánimo, porque nos recuerda que nuestra vocación es mantener viva la esperanza de la vida eterna, que se va construyendo día a día a través de una conducta santa y digna de los hijos de Dios.

Así mismo Mons. Sergio indicó que gracias a su legado escrito y transmitido en la Iglesia, también nosotros tenemos acceso a la Palabra de Dios, el tesoro gratuito que nos abre a la esperanza de la vida nueva de hijos de Dios.  Un tesoro que debemos cuidar, hacerlo norma de conducta y darlo a conocer en todas partes y momentos, con respeto, delicadeza y con tranquilidad de conciencia, aunque podamos encontrar rechazo e incomprensiones, al igual que Jesús.

Conscientes y confiados en el poder de la Palabra de Dios y ante el vacío patente de valores humanos y cristianos en nuestra sociedad, nosotros dijo Mons. Gualberti,  estamos urgidos a anunciar y testimoniar las virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad y los principios evangélicos de la sacralidad de la vida humana y la dignidad inviolable de la persona, el bien común, la paz, el cuidado de la naturaleza y la salvaguardia de la paz. Este es el mejor servicio que, en las circunstancias actuales, podemos hacer a nuestro prójimo y a la sociedad entera.

La Palabra de Dios nos ha hecho conocer más profundamente el misterio de la Navidad, de” La Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros, para que nosotros podamos vivir como verdaderos hijos de Dios, que creen en la bondad y misericordia del Padre y para que actuemos como hermanos, en el respeto y con amor entre todos.

 

Homilía de Monseñor Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz

03/01/2021

La liturgia de la Palabra de este 2do domingo de Navidad, nos ofrece la oportunidad para compenetrarnos más en profundidad en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios a fin de que transforme nuestra vida personal y la historia del mundo.

En la primera lectura, hemos escuchado un himno del libro del Eclesiástico sobre la Sabiduría que se alaba a sí misma, como si fuera una persona, mientras prepara la manifestación de Dios Padre en la historia de Israel y de la humanidad. El Padre, “cuando se cumplió el tiempo establecido“, envió a la Sabiduría eterna para que implantara definitivamente su casa en nuestro mundo, asumiendo nuestra carne y nuestra condición humana para que nosotros pudiéramos ser partícipes de su vida y de su amor. En respuesta a este gesto supremo de amor, nosotros estamos llamados a dejarnos guiar y dirigir por la Sabiduría, para descubrir el sentido auténtico de nuestra existencia y las actitudes a asumir en nuestras relaciones con Dios y con el prójimo, como camino hacia la vida eterna.

La segunda lectura, un fragmento de Carta de San Pablo a la comunidad de Éfeso, nos presenta otro hermoso himno de gratitud a Dios porque nos eligió antes de la creación del mundo, para que, por la encarnación de su Hijo, fuéramos sus hijos adoptivos. Ser “hijos de Dios” es la gracia más grande que hemos recibido, la gran dignidad que nos abre las puertas de la misma santidad de Dios y que nos compromete a una vida de fe auténtica y a una esperanza viva. El himno termina con un augurio de San Pablo a todos los cristianos; “que el Señor ilumine sus corazones, para que ustedes puedan valorar la esperanza a la que han sido llamados, los tesoros de gloria que encierra su herencia entre los santos”. Esta expresión es muy acertada en estos tiempos de temor y desánimo, porque nos recuerda que nuestra vocación es mantener viva la esperanza de la vida eterna, que se va construyendo día a día a través de una conducta santa y digna de los hijos de Dios.

El pasaje del Evangelio de San Juan que hemos escuchado, de la misma manera, hecha luces sobre el misterio del Hijo de Dios, la Palabra hecha carne, cumplimiento del plan de salvación iniciado con la creación: “En el principio existía la Palabra y la Palabra era Dios”.

Con esta solemne afirmación, el Evangelio enseña que la Palabra eterna de Dios, el Hijo amado del Padre, existía antes del tiempo y del mundo, y que participó en la obra de la creación, como dice el libro del Génesis: “Dijo Dios: «Haya Luz», y hubo Luz”. La creación es obra de la Palabra, definitiva y absoluta, que crea al ser humano a imagen y semejanza de Dios y que, desde aquel momento y por todos los tiempos, resuena sobre la humanidad entera: “Dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza… y Dios creó al ser humano a imagen suya”.

La Palabra de Dios tiene poder en sí misma, crea y salva«Lo digo y lo hago». Lo más extraordinario es que esa Palabra ahora tiene un rostro concreto: él de Jesucristo. Este misterio se ha cumplido cuando la Palabra entró en el espacio y en el tiempo, asumió la humanidad de Jesús y puso su morada entre nosotros para estar más cerca de nosotros: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre Nosotros”.

En los Evangelios encontramos el testimonio personal de los discípulos, inspirados por el Espíritu de Dios, que tuvieron la dicha de ver el rostro humano de la Palabra, compartir sus ideales, su vida y misión y contemplar la gloria de Cristo, “la que recibió del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad”.

Gracias a su legado escrito y transmitido en la Iglesia, también nosotros tenemos acceso a la Palabra de Dios, el tesoro gratuito que nos abre a la esperanza de la vida nueva de hijos de Dios.

Un tesoro que debemos cuidar, hacerlo norma de conducta y darlo a conocer en todas partes y momentos, con respeto, delicadeza y con tranquilidad de conciencia, aunque podamos encontrar rechazo e incomprensiones, al igual que Jesús. «La Palabra era la luz verdadera que ilumina todo hombre… Vino a los suyos y los suyos no la recibieron». El pueblo elegido prefirió las tinieblas de sus creencias y seguridades humanas, rechazando a la luz divina.

También nosotros, si somos sinceros, tenemos que reconocer que, a veces, preferimos las tinieblas a la luz y nos dejamos llevar por los intereses materiales, por los encantos seductores y caducos de un mundo indiferente a lo sobrenatural que prescinde de Dios, el mundo de los ídolos de la soberbia, el orgullo, la autosuficiencia, el placer, el poder y la fama. Esta tentación nos lleva a rechazar a Dios y a la luz, y a cerrarle las puertas como la cerraron a Jesús en Belén: “no había lugar para ellos en la posada”. Una tentación que está siempre muy al asecho también en la Iglesia, y que el Papa Francisco llama: mundanización.

Los cristianos estamos ante el gran reto de desterrar la mundanización de nuestra existencia y de la vida de la Iglesia y, al mismo tiempo, de restituir el derecho de ciudadanía a Dios en nuestra sociedad, para que la convivencia entre personas y pueblos sea más humanizada y conforme al plan de salvación, ya que “Dios se humaniza, para hacernos a nosotros divinos” como dice San Agustín.

Así como la Palabra de Dios tiene su rostros, de la misma manera tiene su casa, la Iglesia, garante, animadora e intérprete de la misma. Es lo que testimonia el libro de los Hechos de los apóstoles al referirse a la primitiva comunidad cristiana: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones».

Como para ellos, así también para nosotros, discípulos de Jesús hoy, es indispensable que conozcamos las enseñanzas de la Palabra de Dios, las profundicemos en comunidad y las hagamos vida y caridad.

Conscientes y confiados en el poder de la Palabra de Dios y ante el vacío patente de valores humanos y cristianos en nuestra sociedad, nosotros estamos urgidos a anunciar y testimoniar las virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad y los principios evangélicos de la sacralidad de la vida humana y la dignidad inviolable de la persona, el bien común, la paz, el cuidado de la naturaleza y la salvaguardia de la paz. Este es el mejor servicio que, en las circunstancias actuales, podemos hacer a nuestro prójimo y a la sociedad entera.

Hermanos y hermanas, este domingo la Palabra de Dios nos ha hecho conocer más profundamente el misterio de la Navidad, de La Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros, para que nosotros podamos vivir como verdaderos hijos de Dios, que creen en la bondad y misericordia del Padre y para que actuemos como hermanos, en el respeto y con amor  entre todos. Amén

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