“Cristo vino a anunciar la Buena Noticia del reinado de vida y de amor de Dios, sirviendo a los pobres»

En este 5to domingo de Cuaresma desde la Catedra, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti afirmó que, “Cristo vino a anunciar la Buena Noticia del reinado de vida y de amor de Dios, poniéndose al servicio de los pobres y los últimos”.

 Así también el prelado aseguró que, el testimonio de Jesús, también, cuestiona a la raíz el recurso a la justicia por mano propia, como son los linchamientos, una práctica lamentablemente siempre presente en nuestra sociedad. Estos hechos, además de ser crímenes penados por ley, son un pecado gravísimo ante Dios, porque la vida es un don de Él y nadie y por ningún motivo se la puede quitar a los demás.

 Mons. Sergio aseveró que no se trata sólo de los linchamientos físicos, sino también morales, las lapidaciones de palabra, que hoy, en la era de la comunicación globalizada y de las redes sociales, se difunden por todo lado en forma incontrolable.

De la misma manera añadió que, a menudo, la opinión mediática se erige a tribunal inapelable, juzgando y condenando a la muerte moral a personas o instituciones, condicionando incluso a los administradores de justicia.

“Iglesia exhorta los administradores de justicia, a juzgar de acuerdo a la verdad, en forma imparcial, libres de la corrupción y de presiones de toda clase”

 Así debería ser también para todos los administradores de justicia, quien un día han hecho el juramento de juzgar de acuerdo a la verdad, en forma objetiva e imparcial, y libres de la corrupción y de presiones de toda clase.

En la primera lectura que hemos escuchado, Dios, por boca del profeta Isaías, se presenta a los israelitas como Él que los liberó de la esclavitud de Egipto y los hizo pasar a pie el Mar Rojo, no para que queden anclados al pasado, sino para que la memoria de esos prodigios les abra a un horizonte de esperanza: “Yo estoy por hacer algo nuevo: ya está germinando, ¿no se dan cuenta?”. Sin embargo, todas las intervenciones maravillosas de Dios en la historia de su pueblo no bastan para transparentar lo que Él está por hacer. Esa pregunta vale también para nuestro camino de fe, para que no vivamos de renta de nuestra vida cristiana pasada, sino para que estemos atentos a los signos de vida nueva que Cristo va haciendo brotar cada día en nuestra historia personal, comunitaria y social.

Y, justamente el texto del Evangelio de Juan hoy nos presenta, a través de la actuación y palabras de Jesús, un ejemplo de ese “algo nuevo que está brotando”. Unos fariseos y maestros de la ley han encontrado a una mujer en flagrante adulterio y la llevan donde Jesús: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la ley, nos ordenó apedrear a esa clase de mujeres. Y Tú, ¿Qué dices?”.

En verdad, a ellos no les importa la ley y menos aún la mujer adúltera, solo quieren aprovechar esa ocasión para tender una trampa a Jesús, quien se presenta cómo amigo de los pecadores y publicanos. Por cierto, si ellos actuaran con recta intención y deseosos de quitar el pecado de en medio del pueblo, tendrían que llevar ante Jesús no sólo a la mujer sino también al varón, ya que ambos han caído en el pecado.

De hecho, la pregunta de esos grupos es capciosa; en efecto, si Jesús perdona a la mujer adúltera, lo acusarán de estar en contra de la Ley de Moisés, y si la condena, lo tacharán de vulnerar la ley de los romanos; ambos casos conllevan una grave penalidad.

En verdad, lo que ellos buscan no es un juicio justo, sino un pretexto legal para ejecutar la sentencia de condena a muerte ya dictada en contra de Jesús. Pero Él, que conoce la mala intención de sus adversarios, se queda en silencio y se pone a escribir en el suelo, como a desentenderse de su provocación. Dada la insistencia de los acusadores, por fin Jesús rompe el silencio y pronuncia palabras que trascienden el ámbito de la ley, que superan la lógica perversa de los interlocutores y, sobre todo, que los involucra en el juicio: “Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra”.

Ahora es Jesús que interroga a los que lo interrogaban. Él de ninguna manera niega el juicio de Dios, pero pide que cada uno de los presentes lo haga valer, en primer lugar, para sí mismo. Su respuesta deja en claro que el juicio de Dios tiene que ser verdaderamente de Dios y no de los hombres, porque Él es el único que conoce la verdad y las intenciones que están en el corazón de las personas y que tiene un juicio ecuo y justo.

Así debería ser también para todos los administradores de justicia, quien un día han hecho el juramento de juzgar de acuerdo a la verdad, en forma objetiva e imparcial, y libres de la corrupción y de presiones de toda clase.

Las palabras de Jesús golpean a los acusadores más que las piedras que agarran en sus manos, y, en silencio “Uno por uno, comenzando por los ancianos, se retiraron”. Los ancianos, con más años de vida están cargados de más pecados; además, en su plan perverso, parece que se han ubicado en las retaguardas de la multitud, para empujar a los jóvenes a lanzar las piedras y para ser los primeros en retirarse del lugar. Ahora Jesús queda solo con la mujer pecadora.  Frente a frente están la humanidad, con su debilidad y pecados, y el Hijo de Dios, con el perdón y la salvación; o como dice San Agustín con una imagen conmovedora: ”La miserable y la misericordia”.

El diálogo entre los dos es muy directo y escueto: “¿Nadie te ha condenado?” y la mujer apenas murmura: “Nadie, Señor”. Jesús, el Hijo de Dios que no tiene pecado es el único que podía lanzar la primera piedra, y sin embargo, no solo no lo hizo, sino que ahora sus palabras son de perdón: “Tampoco yo te condeno”.

Con su actuación Jesús nos revela la verdadera imagen de Dios; un Dios con rostro de Padre que ama en forma gratuita, ilimitada y sin esperar nuestra conversión; un Padre que juzga, condenando al pecado y salvando al pecador: “Vete y no peques más”. Este juicio vale para la mujer pero también para sus acusadores, porque todos son pecadores necesitados de misericordia y no de condena. El perdón de Dios es la mejor medicina que rehabilita a los pecadores para que inicien una nueva vida libre del mal.

La actitud de los fariseos de prejuzgar y constituirse jueces de los demás es una tentación presente también en nosotros. Por eso es muy importante acoger el pedido de Jesús que nos pide reconocer nuestras situaciones de pecado y cambiar nuestra conducta antes que pretender cambiar a los demás.

El testimonio de Jesús, también, cuestiona a la raíz el recurso a la justicia por mano propia, como son los linchamientos, una práctica lamentablemente siempre presente en nuestra sociedad. Estos hechos, además de ser crímenes penados por ley, son un pecado gravísimo ante Dios, porque la vida es un don de Él y nadie y por ningún motivo se la puede quitar a los demás.

Y no se trata sólo de los linchamientos físicos, sino también morales, las lapidaciones de palabra, que hoy, en la era de la comunicación globalizada y de las redes sociales, se difunden por todo lado en forma incontrolable.

A menudo, la opinión mediática se erige a tribunal inapelable, juzgando y condenando a la muerte moral a personas o instituciones, condicionando incluso a los administradores de justicia.

Las palabras y actuación de Jesús para con la mujer pecadora, son una condena patente de esas prácticas y una invitación a imitar la ternura de Dios que no da a nadie por perdido y que siempre ofrece a todos la oportunidad de una nueva vida.

Antes de terminar, quisiera recordarles que desde varios años, en este 5º domingo de Cuaresma, nuestra Iglesia en Bolivia, celebra la “Jornada de la Solidaridad”. Este año se ha escogido como lema: “Iglesia en salida, Caritas en acción”. El objetivo de la jornada es sustentar las obras de asistencia y promoción humana que las Cáritas Parroquiales y Arquidiocesana desarrollan en beneficio de los pobres y descartados de la sociedad. Durante la pandemia hemos tenido la oportunidad de valorar la obra solidaria que esas instituciones han desarrollado para socorrer a tantos necesitados.  Hoy les invito a ser generosos en las ofrendas de todas las Santas Misas de nuestras comunidades, oportunidad para compartir los frutos de nuestras prácticas de la cuaresma, sabiendo que servirán para paliar el dolor y las necesidades de tantos hermanos y hermanas desamparados.

La solidaridad es la mejor manera para recordar que todo lo que tenemos es un don de Dios y también para unirnos a la misión de Cristo que vino a anunciar y a hacer realidad la Buena Noticia del reinado de vida y de amor de Dios, poniéndose al servicio de los pobres y los últimos. Estar con Cristo es el tesoro más precioso por el que vale la pena sacrificarlo todo. Así lo dice San Pablo en la carta a los cristianos de Filipos que acabamos de escuchar: “Por Él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero como desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a Él”. Amén

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