En una profunda reflexión de viernes Santo, el Arzobispo de Santa Cruz, Mons. Sergio Gualberti, afirmó que Jesús crucificado se identifica en el hombre inocente y sufrido de todos los tiempos: en miles y miles de pobres, de desempleados, de marginados, de migrantes, de mujeres y niños víctimas de la violencia ciega y el machismo, de encarcelados injustamente y de tantos otros hermanos y hermanas víctimas de la maldad humana.
La tarde de este Viernes Santo, Monseñor Sergio Gualberti, presidió en la Catedral, la celebración de “La Pasión de Nuestro Señor Jesucristo”, celebración sobria y austera en signos, conmovedora y solmene como el beso de la cruz, en la que se proclamó el evangelio de la pasión del Señor, se oró por la humanidad entera y se adoró con reverencia la cruz de Cristo.
Es la Adoración de la Cruz, en la que se agradece a Jesús con un beso. “Aquí hay que recordar que desde el Jueves Santo el altar permanece desnudo y la cruz cubierta con un velo. En esta celebración de Viernes Santo se descubre la cruz y se presenta de manera solemne: el celebrante debe decir: ‘Miren el árbol de la cruz, del que pende Cristo, salvador del mundo’, y enseguida se realiza la adoración de la Cruz con un beso.
“Miren el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo: vengan y adoremos”. Esta es la invitación que la liturgia nos hace, en esta celebración, al momento de mostrar la cruz; mirar y contemplar a Jesús, el siervo del Señor justo e inocente, clavado en un instrumento de muerte transformado, por Él, en un medio de salvación para toda la humanidad.
Mirar a la cruz donde Jesús lleva a cumplimiento la instauración del Reino de vida y de amor querido por Dios desde la creación del mundo y rechazado por la soberbia y desobediencia del hombre. La muerte en cruz de Jesús es el punto culminante de toda su vida y misión dedicada a hacer el bien, como el mismo dijo a los discípulos de Juan Bautista: “Vayan y digan a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la Buena Noticia”.
Así mismo el prelado aseveró que, Jesús crucificado también sufre por nuestra hermana Madre Tierra, devastada y herida por la codicia sin límites del sistema mercantilista, que causa la deforestación salvaje, la contaminación del agua y la explotación irracional de energías no renovables, poniendo en riesgo la suerte de toda la humanidad.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
Viernes Santo/02/04/2021
“Miren el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo: vengan y adoremos”. Esta es la invitación que la liturgia nos hace, en esta celebración, al momento de mostrar la cruz; mirar y contemplar a Jesús, el siervo del Señor justo e inocente, clavado en un instrumento de muerte transformado, por Él, en un medio de salvación para toda la humanidad.
Mirar a la cruz donde Jesús lleva a cumplimiento la instauración del Reino de vida y de amor querido por Dios desde la creación del mundo y rechazado por la soberbia y desobediencia del hombre. La muerte en cruz de Jesús es el punto culminante de toda su vida y misión dedicada a hacer el bien, como el mismo dijo a los discípulos de Juan Bautista: “Vayan y digan a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la Buena Noticia”.
¿Cómo es posible que el hombre que amó al prójimo hasta al extremo de gastar toda su vida en total solidaridad con nuestra condición humana, menos en el pecado, haya sido condenado al suplicio infame de cruz, una muerte reservada a los malhechores y a los esclavos?
Es que Jesús no solo anunció y dio testimonio de la Buena Noticia del reino de Dios, sino que denunció todo lo que se le oponía. En particular Jesús reveló la actitud hipócrita de los grupos de poder, civiles y religiosos, que se servían del culto para sus intereses y privilegios. En la última semana de su vida, el rechazo a Jesús se hizo mucho más notable, porque el pueblo sencillo de Jerusalén lo había proclamado Rey y Mesías y porque Él había echado del Templo a los cambistas y mercaderes que lo habían transformado en un mercado.
Además eran hostiles a Jesús porque, desde el primer momento de su misión, Él se había puesto a lado de los pobres y de los últimos, los privilegiados de Dios y los despreciados de la sociedad. También Jesús predicaba con autoridad y total libertad frente a los maestros de la ley que, en nombre del Señor, habían multiplicado las cargas muy pesadas para la gente, pero ellos no los llevaban, desvirtuando el sentido verdadero de los preceptos y mandamientos de Dios.
Esos grupos de poder se dieron cuenta que la predicación y obrado de Jesús ponía en discusión el sistema religioso y político vigente y que sustentaba sus intereses y privilegios. Las palabras que el sumo sacerdote Caifás dirigió al sanedrín reunido para decidir qué hacer con Jesús, expresan muy bien ese clima de sospecha y de tensión: “¿No les parece preferible que un solo hombre muera y no que perezca la nación entera?”.
Esto explica porque Jesús fue condenado por dos tribunales: el religioso, por la acusación de blasfemo en cuanto se habría proclamado hijo de Dios; y el civil, porque supuestamente se había presentado como rey de los Judíos, hecho que podía provocar la intervención de los romanos que dominaban en aquel entonces en Israel. En ambos casos, la verdad es que Jesús fue condenado injustamente y a sabiendas que era inocente. Sin embargo, Dios, a través de la muerte de Jesús y a pesar del pecado de esas autoridades, llevó a cumplimiento su designio de salvación para toda la humanidad.
La muerte inocente de Jesús, desde ese día hasta hoy, ha cuestionado toda instrumentalización de Dios para intereses materiales y todo sistema político y social totalitario que atente a la vida, la libertad, la dignidad y los derechos de la persona humana.
En cambio, Jesús crucificado se identifica en el hombre inocente y sufrido de todos los tiempos: en miles y miles de pobres, de desempleados, de marginados, de migrantes, de mujeres y niños víctimas de la violencia ciega y el machismo, de encarcelados injustamente y de tantos otros hermanos y hermanas víctimas de la maldad humana.
Jesús crucificado también sufre por nuestra hermana Madre Tierra, devastada y herida por la codicia sin límites del sistema mercantilista, que causa la deforestación salvaje, la contaminación del agua y la explotación irracional de energías no renovables, poniendo en riesgo la suerte de toda la humanidad.
“Miren al árbol de la cruz”, no tengamos miedo de pedir al Crucificado que libere nuestros corazones y nuestra sociedad del odio, el rencor, la codicia, la violencia y la injusticia, y los abra a horizontes de perdón, amor, solidaridad y paz. No tengamos miedo a mirar a la cruz porque la muerte de Jesús no fue un fracaso sino la victoria de la vida y la más alta expresión del amor de Dios, aunque hasta el día de hoy sea signo de contradicción. De hecho, tantas personas la miran con indiferencia y molestia al punto que intentan quitarla de los lugares públicos como calles, escuelas y hospitales. Pese a estas actitudes hostiles, nuestro mundo necesita del Crucificado, aunque no lo quiera reconocer.
Es nuestra tarea de creyentes dar a conocer y testimoniar la luz que el Dios crucificado irradia sobre el mundo. El teólogo japonés Kitamori, al acabar la 2da guerra mundial, cuando la humanidad estaba envuelta en las tinieblas del dolor fratricida, la desesperanza y la muerte, escribía: “La Iglesia existe sólo para conservar el asombro de que Dios es el Crucificado que muere“.
Algún místico expresaba así esta certeza consoladora: “En medio de todos los vaivenes humanos sólo sigue en pie la Cruz“. También en nuestra vida de cada día, hay tantos vaivenes y problemas, como los dolores y muertes causados por la pandemia. Ahora hay que mirar a la Cruz, ella sigue en pie, el punto firme que nos da la certeza de que la última palabra la tiene la vida y no la muerte. En esta verdad, radica el sentido auténtico de la devoción a la Cruz, tan enraizada y sentida en nuestra ciudad y Departamento que llevan el nombre de la “Santa Cruz”, el “signo de la redención”, de la vida nueva y eterna en Dios.
En breves momentos y en un ambiente de profundo silencio y recogimiento, vamos a revelar la cruz. Ustedes hermanos aquí presente y ustedes que nos acompañan por los medios de comunicación levanten a la cruz que tienen en sus manos, miren a Jesucristo crucificado, adórenlo y denle un beso con fe, devoción y confianza. En Jesús crucificado encontramos la gracia de su ayuda y de su fuerza para seguir adelante con esperanza hacia la meta última, como nos dice el pasaje de la carta a los Hebreos: “Vayamos confiadamente al trono de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio oportuno”. Amén
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