El Prelado Cruceño habló de la falta de comunicación y comunión en la Familia y la sociedad y aseguró que contamos con la Eucaristía para superar las divisiones y rencores.
“Hoy vivimos una profunda falta de comunicación que impide la comunión y la relación entre personas. Se lo constata en la misma familia entre esposos y entre padres e hijos, entre vecinos, entre amigos, en el ambiente laboral y entre grupos de la sociedad” así señaló Monseñor Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz este domingo desde la Catedral a tiempo de subrayar que “…al comulgar en la Santa Misa y, al unirnos a él y a Dios Padre, nos unimos también entre hermanos, porque juntos formamos el cuerpo de Cristo, la Iglesia”.
El Arzobispo de Santa Cruz continuó reflexionando sobre el discurso ‘eucarístico’ que pronunció Jesús donde se presenta como “el Pan vivo bajado del cielo”. Enfatizó que la Eucaristía es una “celebración comunitaria del amor y de la fraternidad en Cristo, que nos congrega en la unidad y que nos llama a la reconciliación superando toda división y discordia”
En ese mismo sentido aseguró que “en la Eucaristía vivimos la alegría de una relación exclusiva que nos hace uno con Jesucristo, una comunión inquebrantable y existencial… y subrayó que “…al comulgar en la Santa Misa y, al unirnos a él y a Dios Padre, nos unimos también entre hermanos, porque juntos formamos el cuerpo de Cristo, la Iglesia”.
“No podemos decir que estamos en comunión con Dios a quien no vemos, si no estamos en comunión con el prójimo que vemos. Hoy vivimos una profunda falta de comunicación que impide la comunión y la relación entre personas. Se lo constata en la misma familia entre esposos y entre padres e hijos, entre vecinos, entre amigos, en el ambiente laboral y entre grupos de la sociedad”.
“La relación interpersonal a menudo es superficial, interesada, oportunista; por eso la comunión entre las personas es débil y no nos enriquece mutuamente. Hay indiferencia ante el dolor y la angustia ajena y se hace muy difícil apasionarse e interesarse por la misma causa, por los valores e ideales de una sociedad justa, libre y solidaria, donde todos tengan condiciones de vida digna”.
“Ante esta situación, contamos con la Eucaristía, presencia real de Cristo, el don para que todos y no sólo algunos, vivamos la comunión con Dios y los hermanos. Para ser testigos creíbles de este misterio supremo del amor de Dios providente hacia todo ser humano hay que asumir un compromiso concreto de solidaridad y de cercanía fraterna con los demás, en particular con los pobres, los marginados y los necesitados que están a nuestro lado”.
HOMILÍA DE MONSEÑOR SERGIO GUALBERTI, ARZOBISPO DE SANTA CRUZ
DOMINGO 19 DE AGOSTO DE 2018
BASÍLICA MENOR DE SAN LORENZO MÁRTIR
Ya es el tercer domingo seguido que la liturgia de la Palabra nos presenta el discurso definido “eucarístico, signo de la importancia del mismo, que Jesús pronunció después de la multiplicación de los panes. El Señor pone todo su esfuerzo para que los judíos reconozcan que él es el Hijo de Dios, “el pan vivo bajado del cielo”, sin embargo choca con una total incomprensión.
No solo está en juego su origen divino sino el mismo concepto de Dios, su identidad y su manera de manifestarse y de intervenir en la historia.
Para la religión judía es inconcebible que Dios se rebaje de su condición divina y menos aún que ofrezca su cuerpo y su sangre como comida y bebida: “Ellos discutían entre sí: Como este hombre puede darnos a comer su carne?”. El pan no es sólo el que Jesús ha repartido, ni tampoco su sola palabra, sino su propia “carne” entregada para la vida del mundo. Para que su vida sea nuestra vida y para siempre, Cristo, en un supremo gesto de amor, se brinda como alimento de salvación. Jesús hace una gran revelación: la salvación nos llega a través de su humanidad, de su cuerpo entregado sin reserva en la cruz: “Todo está cumplido”.
Ellos no entienden que Jesús ofrece mucho más de lo que piden; ellos lo buscan para el pan de cada día, mientras que Él ofrece su propio cuerpo como alimento de vida verdadera y plena, de felicidad y de comunión con él y con él Padre. Jesús ya no dialoga, afirma: ”El que coma vivirá eternamente… y Yo lo resucitaré en el último día. ” Gracias a este don, nuestra vida presente y futura es participación y comunión del misterio de amor del ser de Dios, de la Santísima Trinidad: depende solo de nosotros acogerla o no.
Para acoger este don, hay que abrir nuestra vida a Cristo salir de nuestros esquemas, ir más allá de lo que vemos y comprendemos con nuestra sola razón, mirar con los ojos de la fe, cambiar manera de pensar y de vivir y reconocerlo como nuestro único Salvador.
“El pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Si los recibimos con fe, el cuerpo y la sangre de Cristo son fuente de vida eterna, ya desde ahora, para todos los que comulgamos en la Eucaristía. «Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida».
En cada Misa, Jesús, a través de la persona y palabra del sacerdote, ofrece su cuerpo y su sangre como nuestro alimento: “Tomen y coman esto es mi cuerpo, tomen y beban, esta es mi sangre”. San Agustín así habla de este misterio de amor: “El pan y el vino sin la Palabra, se quedan pan y vino, con la Palabra se convierten en sacramento”, en presencia viva, eficaz y salvadora.
En nuestra existencia terrenal, el comer y beber son condiciones indispensables para que podamos subsistir, y nosotros nos hacemos lo que comemos. En la Eucaristía el cuerpo y la sangre de Jesús se hacen el alimento de la vida cristiana de los hijos de Dios, en una comunión íntima de vida y de amor. “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él”.
Por eso, en la Eucaristía vivimos la fiesta y la alegría de una relación exclusiva que nos hace uno con Jesucristo,una comunión inquebrantable y existencial. Es todo y el mismo Cristo que cada uno de nosotros recibe al comulgar en la Santa Misa y, al unirnos a él y a Dios Padre, nos unimos también entre hermanos, porque juntos formamos el cuerpo de Cristo, la Iglesia.
Por tanto, cuando participamos de la Santa Misa siempre deberíamos comulgar y no sólo en algunas fiestas o en ocasiones particulares, porque la Eucaristía es el signo más claro y eficaz de la unidad de la Iglesia. La Misa, la comunión no es una devoción privada, sino una celebración comunitaria del amor y de la fraternidad en Cristo, que nos congrega en la unidad y que nos llama a la reconciliación superando toda división y discordia: “Si al presentar tu ofrenda sobre el altar y te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí y reconcíliate primero con tu hermano“, dice Jesús mismo.
No podemos decir que estamos en comunión con Dios a quien no vemos, si no estamos en comunión con el prójimo que vemos. Hoy vivimos una profunda falta de comunicación que impide la comunión y la relación entre personas. Se lo constata en la misma familia entre esposos y entre padres e hijos, entre vecinos, entre amigos, en el ambiente laboral y entre grupos de la sociedad.
La relación interpersonal a menudo es superficial, interesada, oportunista; por eso la comunión entre las personas es débil y no nos enriquece mutuamente. Hay indiferencia ante el dolor y la angustia ajena y se hace muy difícil apasionarse e interesarse por la misma causa, por los valores e ideales de una sociedad justa, libre y solidaria, donde todos tengan condiciones de vida digna.
Ante esta situación, contamos con la Eucaristía, presencia real de Cristo, el don para que todos y no sólo algunos, vivamos la comunión con Dios y los hermanos. Para ser testigos creíbles de este misterio supremo del amor de Dios providente hacia todo ser humano hay que asumir un compromiso concreto de solidaridad y de cercanía fraterna con los demás, en particular con los pobres, los marginados y los necesitados que están a nuestro lado.
Participar de la misma vida de Dios, es una gracia que reaviva nuestra esperanza y nos da la energía para seguir en el camino cristiano, don que no podemos alcanzar por nuestras fuerzas y que sólo puede venir de Dios. En un antiguo cántico eucarístico se define la Eucaristía: “el pan de los ángeles, verdadero pan de los hijos, hecho alimento de los peregrinos”, el alimento que sustenta la gran peregrinación de nuestra vida cristiana y la de toda la Iglesia, cuerpo de Cristo, hacia la meta definitiva.
Es alentador y esperanzador saber que contamos siempre con este don y que solo depende de nosotrosacercarnos a comulgar del cuerpo y la sangre de Cristo, entrar en comunión de vida y establecer una relación personal con Él y con Dios, poniendo nuestra confianza en Él y jugándonos la vida por Él.
Jesús nos ofrece su propio cuerpo como alimento en el camino hacia la vida plena y eterna. Un pan que nos da fortaleza, que nos hace superar titubeos, dudas, miedos y obstáculos y que nos ayuda a levantarnos de nuestras caídas. Acojamos con alegría y gratitud esta propuesta de vida de Jesucristo, el Hijo del Padre, el Dios de la vida y acerquémonos confiadamente a la mesa del pan y de la Palabra.
Expresemos nuestra alegría y gratitud al Señor por este don incomparable con el estribillo del Salmo que hemos cantado: “Gusten y vean qué bueno es el Señor”. Amén.
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