Jesús nos manda practicar el mandamiento del amor, dejando aires de superioridad y autosuficiencia, y ponernos con humildad al servicio de los demás. En particular, nos llama a atender a los últimos de nuestra sociedad, los destinatarios privilegiados en el reino de Dios. Jesús nos ha dado el ejemplo de un Dios que voluntariamente se ha despojado de sus prerrogativas divinas para hacerse nuestro siervo. Por eso, para que nuestro amor sea verdadero, debe volverse servicio, caso contrario es tan solo emoción, sentimiento o pasión.
Monseñor Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz, presidió la Eucaristía de la última cena en la noche de jueves Santo en la Catedral Metropolitana, y han concelebrado los Obispos Auxiliares; Mons. Estanislao Dowlaszewicz y Mons. René Leigue.
Este año por la pandemia la Catedral en su interior no estaba llena, ya que solo se permite por las medidas sanitarias el 30% de aforo. En las afueras de la Catedral, se colocaron sillas para que los fieles que no pudieron ingresar, puedan vivir la celebración desde una pantalla gigante que esta colocada en el Atrio de la Basílica Menor de San Lorenzo Mártir.
Hoy Jesús nos invita a participar, junto a los apóstoles, a uno de los momentos más intensos de su vida, sentarnos a la mesa de su última Cena, compartir con Él el pan de vida y el cáliz de salvación, recibir el mandamiento nuevo del amor y contemplarlo mientras, con humildad y espíritu de servicio, lava los pies a sus discípulos.
Que Jesús comparta la mesa con sus discípulos y con tantas otras personas, no es una novedad, afirmó el Arzobispo, a tiempo de destacar que lo ha hecho muchas veces como un elemento muy importante en su ministerio público. Sin embargo, esta noche, la mesa de la Última Cena y de la despedida se transforma en la mesa del Señor, donde Él ofrece anticipadamente a sus discípulos los frutos de su pasión, muerte y resurrección.
Así mismo aseveró que en esta Eucaristía, Jesús repite el gesto sublime de amor de esa noche entrañable y nos entrega el pan partido y la copa del vino, transformados en su cuerpo y su sangre: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo… tomen y beban esta es mi sangre derramada por ustedes y por la multitud”.
Así instituye a la Eucaristía, el acontecimiento que va más allá de toda expectativa y capacidad humana de entendimiento. Jesús hace, de su cuerpo y de su sangre, el alimento y la bebida de vida eterna para los discípulos de todos los tiempos, como el mismo nos asegura: “Cuantas veces comieran este pan y bebieran este cáliz, anunciarán la muerte del Señor hasta que venga”, dijo Monseñor.
Jesús concluye ese gesto mandando a sus apóstoles; “hagan esto en memoria mía”. Con esta consigna aseguró el Arzobispo, Él deja a la Iglesia no solo su cuerpo y su sangre, sino también instituye al sacerdocio, confiando en las manos débiles y frágiles de algunos hombres que Él elige, la potestad de hacer realidad este misterio admirable de amor y de vida. A través de este don, el sacerdote es el dispensador de la gracia divina, perpetuando entre la humanidad el sacrificio de Cristo, prenda de vida eterna para todas las generaciones cristianas, pasadas, presentes y futuras.
Jesús nos manda practicar el mandamiento del amor, dejando aires de superioridad y autosuficiencia, y ponernos con humildad al servicio de los demás. En particular, nos llama a atender a los últimos de nuestra sociedad, los destinatarios privilegiados en el reino de Dios. Jesús nos ha dado el ejemplo de un Dios que voluntariamente se ha despojado de sus prerrogativas divinas para hacerse nuestro siervo. Por eso, para que nuestro amor sea verdadero, debe volverse servicio, caso contrario es tan solo emoción, sentimiento o pasión.
Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía y el “mandamiento nuevo” son el legado de la última cena y despedida de Jesús y son, como nos dice el Papa Francisco, “los dones que no podemos conservar para uno mismo, sino que deben ser compartidos. Si queremos guardarlos sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos”, dijo el Prelado.
Así también nos pidió que vivamos, esta noche, con intensidad y recogimiento la celebración de la Cena del Señor, hagamos nuestros sus sentimientos, palabras y actitudes, para que nuestros corazones y mentes se transformen y se concreten en una vida nueva entregada por amor al servicio de Dios y de los demás, expresó Mons. Gualberti.
Homilía de Mons. Sergio Gualberti, Arzobispo de Santa Cruz
Jueves Santo /01/04/2021
Queridos hermanos y hermanas, esta noche Jesús nos invita a participar, junto a los apóstoles, a uno de los momentos más intensos de su vida, sentarnos a la mesa de su última Cena, compartir con Él el pan de vida y el cáliz de salvación, recibir el mandamiento nuevo del amor y contemplarlo mientras, con humildad y espíritu de servicio, lava los pies a sus discípulos.
Que Jesús comparta la mesa con sus discípulos y con tantas otras personas, no es una novedad; lo ha hecho muchas veces como un elemento muy importante en su ministerio público. Sin embargo, esta noche, la mesa de la Última Cena y de la despedida se transforma en la mesa del Señor, donde Él ofrece anticipadamente a sus discípulos los frutos de su pasión, muerte y resurrección.
En esta Eucaristía, Jesús repite el gesto sublime de amor de esa noche entrañable y nos entrega el pan partido y la copa del vino, transformados en su cuerpo y su sangre: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo… tomen y beban esta es mi sangre derramada por ustedes y por la multitud”.
Así instituye a la Eucaristía, el acontecimiento que va más allá de toda expectativa y capacidad humana de entendimiento. Jesús hace, de su cuerpo y de su sangre, el alimento y la bebida de vida eterna para los discípulos de todos los tiempos, como el mismo nos asegura: “Cuantas veces comieran este pan y bebieran este cáliz, anunciarán la muerte del Señor hasta que venga”.
Por eso, en cada celebración eucarística, se hace actual y eficaz el misterio de amor y de entrega sin límites del Señor, para que nosotros seamos salvados y se conserve todo lo bueno y lo bello que hemos experimentado en nuestra vida; nuestros gestos de amor por pequeños y escondidos que fueran, una mano tendida y solidaria hacia el necesitado, una palabra de aliento al abatido, una actitud paciente con el hermano confundido, un dolor compartido con el enfermo y el sufrido, una actitud de respeto a la creación y unas obras de misericordia, justicia y paz.
Jesús concluye ese gesto mandando a sus apóstoles; “hagan esto en memoria mía”. Con esta consigna Él deja a la Iglesia no solo su cuerpo y su sangre, sino también instituye al sacerdocio, confiando en las manos débiles y frágiles de algunos hombres que Él elige, la potestad de hacer realidad este misterio admirable de amor y de vida. A través de este don, el sacerdote es el dispensador de la gracia divina, perpetuando entre la humanidad el sacrificio de Cristo, prenda de vida eterna para todas las generaciones cristianas, pasadas, presentes y futuras.
Así lo entendieron las primeras comunidades que veían en la Eucaristía el motivo principal de su existencia: “No podemos vivir sin celebrar el día domingo, la mesa del Señor“.
La Didaké, catequesis de la era post-apostólica del 2º siglo d.C., invitaba a cada cristiano a participar de la Eucaristía con estas palabras: “ El día del Señor, deja todo y corre a tu asamblea porque es tu alabanza a Dios. De otro modo, ¿qué excusa presentarán a Dios los que no se reúnen para escuchar la palabra de vida y alimentarse con el divino alimento que perdura para siempre?”.
Testimonios, como este, nos cuestionan porque, a menudo y por motivos insignificantes, no participamos en la Eucaristía el domingo, día del Señor, o la vivimos como una rutina, con superficialidad y pasividad.
Tengamos siempre presente la participación a la Eucaristía, nos da la posibilidad de gozar de los frutos del supremo acto de amor de Jesús que “habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo“.
Un amor extremo que transforma nuestro ser, que nos alimenta y sostiene en nuestra vida cristiana, que nos vuelve capaces de amar a Dios y a los hermanos, dando un auténtico testimonio de comunión y caridad fraterna.
Jesús, en esa noche santa también deja a todos sus discípulos otro gran don: “Les doy un mandamiento nuevo, ámense los unos a los otros, como yo los he amado». “Cómo yo los he amado” no significa tanto amar al estilo y a la manera de Jesús, sino con la misma calidad e intensidad de amor, el amor que rige entre Jesús y el Padre y que se manifiesta en la total comunicación y comunión de intentos.
Es el amor que nos empuja a entregar nuestra vida a Jesús y a comprometernos por reino de Dios, el amor que busca el bien del otro, que siente compasión y asume los problemas del otro como si fueran los propios, que sirve y se solidariza con los necesitados. En el amor al hermano, manifestamos el amor a Dios y el amor de Dios, un amor que edifica un mundo más humano, justo y fraterno.
Jesús ha hecho el don total de su persona y su vida amando a todos los que encontró en su camino; enfermos, pecadores, pobres, marginado y hasta enemigos, como dice San Pedro, en los Hechos de los Apóstoles: ”Jesús pasó su vida haciendo el bien”. Jesús acompaña el mandamiento nuevo con un último gesto que resume su vida gastada al servicio de los demás. Se levanta de la mesa y, como un siervo, se agacha a lavar los pies a sus discípulos, pidiéndoles que hagan lo mismo: “Si yo, que soy el Señor y el maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies los unos a los otros”.
Jesús nos manda practicar el mandamiento del amor, dejando aires de superioridad y autosuficiencia, y ponernos con humildad al servicio de los demás.
En particular, nos llama a atender a los últimos de nuestra sociedad, los destinatarios privilegiados en el reino de Dios. Jesús nos ha dado el ejemplo de un Dios que voluntariamente se ha despojado de sus prerrogativas divinas para hacerse nuestro siervo. Por eso, para que nuestro amor sea verdadero, debe volverse servicio, caso contrario es tan solo emoción, sentimiento o pasión.
Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía y el “mandamiento nuevo” son el legado de la última cena y despedida de Jesús y son, como nos dice el Papa Francisco, “los dones que no podemos conservar para uno mismo, sino que deben ser compartidos. Si queremos guardarlos sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos”.
Vivamos, esta noche, con intensidad y recogimiento la celebración de la Cena del Señor, hagamos nuestros sus sentimientos, palabras y actitudes, para que nuestros corazones y mentes se transformen y se concreten en una vida nueva entregada por amor al servicio de Dios y de los demás.
Al terminar la celebración, para cumplir las medidas sanitarias y de seguridad, les invito a permanecer en su lugar, mientras llevamos el Santísimo Sacramento en su capilla, alabando, adorando y agradeciendo al Amor que ha querido quedarse entre nosotros con su cuerpo y su sangre, alimentos de vida eterna: “¿Con qué pagaré al Señor todo el bien que me hizo?”. Amén
fuente;: Campanas.
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