Homilia de Mons. Sergio Gualberti,
Domingo 19 de julio de 2020.
Hoy doy gracias a Dios porque, después de cuatro meses, nos volvemos a encontrarnos aldedor del altar aunque en número reducido y con medidas de bioseguridad, a causa del contagio que sigue expandiéndose con virulencia. Los ojos de ustedes hermanos, expresan serenidad y gozo por el encuentro con Dios y con los hermanos en la fe, miradas que llegan a lo más hondo de mi corazón. Gracias por estar aquí. Es un primer paso y no todos los que querían han podido llegar a la catedral, por eso los tenemos muy presentes en nuestras oraciones y al mismo tiempo les invito a seguir participando de las celebraciónes a traves de los medios de comunicación hasta que no cese la pandemia.
Hoy, el pasaje del libro de la Sabiduría, que hemos escuchado, teje un elogio a Dios por ser “dueño absoluto de su fuerza”, condición que le permite “juzgar con serenidad y gobernar con gran indulgencia”. Estas palabras nos revelan que Dios ejerce su poder no con la fuerza opresora, sino con justicia y misericordia. Su ejemplo se vuelve un llamado para que también nosotros seamos justos y amigos de los demás: “el justo debe ser amigo de los hombres”. En la Biblia el justo es aquel que cree en Dios, que con humildad se reconoce criatura suya, se relaciona con Él como hijo y trata a los demás como hermanos, alguien en quien se puede confiar y a quien se puede acudir.
Justicia y misericordia son virtudes del Reino de Dios, tema de las tres parábolas del Evangelio de hoy. La primera parábola nos presenta un dueño que hace sembrar buen trigo, pero su enemigo, de noche, le echa la cizaña. Al despuntar la mala hierba, los siervos, impacientes y ansiosos de extirparla, dicen al dueño: «Quieres que la vayamos a arrancar”. El dueño, sabio, contesta: “No, porque al arrancar la cizaña, corren el peligro de arrancar el trigo”.
Como en otras ocasiones, terminada la narración, los discípulos piden que Jesús aclare el sentido de la parábola. Él se detiene a explicar cada actor y elemento de la misma: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre, (Jesús), el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino, mientras que la cizaña son los hijos del maligno, y el enemigo es el diablo”.
Así Jesús responde a unos interrogantes que circulaban entre sus discípulos. Él es el Mesías, pero no actúa ni predica como el juez supremo e inflexible que el pueblo judío espera, ni castiga a los malvados y tampoco instaura la comunidad de los puros, los fieles observantes de la ley. Él, en cambio, perdona a los pecadores y come con ellos, libera a los poseídos por los malos espíritus, se solidariza con los pobres y sana a los enfermos.
Este es el reino de Dios, una realidad dinámica y viva que crece de forma pacífica, humilde y gradual, un don a ser acogido libremente y no por imposición o con falsas expectativas. Jesús en verdad ha hecho realidad el reino de Dios, venciendo, de una vez por todas, al mal y a la muerte, aunque en el mundo subsisten sus consecuencias que serán disipadas definitivamente solo al final de los tiempos, cuando el reino habrá alcanzado su plenitud.
Al igual que los discípulos de Jesús, también nosotros, influenciados por la mentalidad de nuestro mundo actual que quiere “todo y ahora”, podemos caer en la tentación de juzgar y condenar a los demás, de pedir a Dios que haga cesar las maldades, que haga justicia sin piedad y misericordia y que ponga los buenos de su lado y condene a los malvados.
Este modo de pensar indica que no tenemos la virtud de la paciencia y de los tiempos de Dios, que en nosotros provocan inquietud y miedo los tiempos largos y todo lo que consideramos indefinición y que dudamos del Señor porque pensamos que el mal va a prevalecer sobre el bien.
A esta visión pesimista contribuyen hoy varios medios de comunicación y redes sociales que presentan al mal, la violencia y las desgracias con sensacionalismo y morbosidad, mientras el bien, que con abundancia brota cada día en el mundo, pasa inobservado.
Este pensamiento es muy peligroso y nos puede llevar a ser jueces inhumanos y verdugos en vez que hermanos misericordiosos que perdonan y que ayudan al que se equivoca a reconocer su error y convertirse. La enseñanza de Jesús es muy novedosa y nos colma de asombro y esperanza: Dios confía en nosotros pobres creaturas y está dispuesto a esperar para que, como la buena semilla que Jesús ha sembrado en la humanidad, maduremos y demos frutos de bien aún en medio de la cizaña.
Ahora comprendemos mejor las expresiones del salmo responsorial que nos colman de esperanza y consuelo: «Tu Señor eres bueno y misericordioso, lento a la cólera y rico en amor…«. Que palabras esperanzadoras: Dios manifiesta su poder e omnipotencia juzgando con bondad, gobernando con indulgencia y esperando con paciencia nuestro arrepentimiento. La paciencia de Dios no es pasividad, sino una espera activa que nos da a nosotros pecadores la oportunidad de reconocer nuestros errores y entrar en la dinámica de la salvación.
Sin embargo, el hecho que Dios es misericordioso y paciente no significa tolerar al mal y menos aún dejarnos enredar en sus tentáculos. Por el contrario, tenemos que resistir y oponernos, tanto en nuestra vida personal como social, a toda maldad e injusticia, practicando el amor, la justicia, la no violencia, la solidaridad y buscando el bien común. Jesús nos pide luchar en contra del pecado pero practicar la misericordia con el pecador, dando así testimonio del rostro de Dios, el Padre de la misericordia.
El evangelio de hoy termina con las otras dos breves parábolas del granito de mostaza y de la levadura. Ambas son signo del reino de Dios que se abre camino y va creciendo en la pequeñez y el silencio. El claro contraste entre el pequeño grano y el árbol grande, el puñado de levadura y la masa fermentada, nos hace entender que los inicios modestos y cotidianos del reino de Dios tienen en sí la gran potencialidad para extenderse y revolucionar la historia del mundo.
Las tres parábolas hoy nos invitan a recorrer el camino de la paciencia laboriosa y optimista de Dios y su actuación misteriosa y escondida que lleva a la vida, y a no caer en el engaño y seducción del demonio que lleva a la muerte. Conscientes y animados por la confianza que Dios pone en nosotros, busquemos descubrir todo lo bello, bueno y vital que la mano de Dios ha sembrado en nosotros y no nos desanímenos por nuestras sombras y fragilidades.
Con las palabras del salmo expresamos a Dios nuestra gratitud porque ha hecho de nosotros la pequeña semilla que, a pesar de la mala hierba, va creciendo hasta dar fruto abundante en el campo de la vida. “Tu que eres compasivo y bondadoso, rico en amor y fidelidad… vuelve hacía nosotros tu rostro y ten piedad de nosotros” Amén.
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