Radio Vaticano cumple hoy 90 años. Los aniversarios son siempre un momento para hacer un balance, de programas. Recordar nos hace bien; porque sólo manteniendo vivo el pasado se pueden construir cosas nuevas que no estén fundadas en la arena. Nuestra historia, nuestras historias, son nuestros cimientos. Hacer memoria es bueno para nosotros; porque sólo así podemos trazar el recorrido sin caer en la trampa de quienes (como decía Kierkegaard) lo confunden con el menú del día. Hacer memoria significa, por un lado, valorar la riqueza del pasado y, por otro, generar el futuro.
La riqueza de Radio Vaticano que hoy celebramos es su apertura al mundo, tan diferente y a la vez único, unido, interconectado. Es la catolicidad en el verdadero sentido de la palabra. Lo que la caracteriza es la conciencia, grabada en su ADN, de ser una gran comunidad internacional y multicultural; unida por estar al servicio de la misión del Papa, por la tarea de llevar su palabra al mundo, en las lenguas del mundo.
Es la autoridad, la identidad bien definida, el ser un punto de referencia. Es la atención a los sin voz, a las situaciones olvidadas, el respeto a la pluralidad de culturas y opiniones. La fe – repite a menudo el Papa Francisco – se transmite en dialecto. Y Radio Vaticano habla realmente el lenguaje del oyente, como nos exhortó San Pablo VI. Es la emisora internacional que más idiomas habla en el mundo (41), preservando su lenguaje digital de lo plano de una comunicación sin profundidad. Esta es su frontera.
Hoy en día, uno puede contentarse con el paradigma tecnocrático, o puede intentar construir un mundo a escala más humana precisamente a través de la comunicación. Uno puede contentarse con una conexión estéril; o puede buscar la verdadera comunicación. Se puede creer en la conversación sincera que lleva a compartir, o en el marketing de opiniones, de eslóganes. En este sentido, el método radiofónico puede ser una medida, un baremo. La radio es una gran escuela de periodismo. Sabe utilizar las palabras adecuadas. Sabe combinar los reflejos listos con las reflexiones. En este sentido, la era digital no sanciona el fin de la radio. En todo caso, es lo contrario.
El proyecto que se inicia hoy de radios web transforma nuestros programas, en diferentes idiomas, en verdaderas radios, cada una con su propio horario. Y convierte a todos los smartphones en una pequeña radio. Gracias a las nuevas tecnologías, la radio, sin dejar de ser un medio de baja definición, ha perfeccionado su capacidad de llegar a todos, y de narrar, en profundidad. Pero no ha renunciado a su esencia.
La radio es bella porque entra en profundidad, porque escucha la voz. Te concentras en la voz. La radio no tiene prisa. Pide atención. Respeta las palabras, las deja hablar. Allí donde la civilización de las imágenes acaba confundiendo realidad y ficción, la radio no ocupa la escena, la narra. No crea conjuntos, los encuentra. Aquí reside la paradoja: que seguimos necesitando la profundidad de la palabra. Ciertas imágenes carecen de la sombra, la profundidad, la capacidad evocadora de la palabra desnuda.
Ya conocemos el éxito de los podcasts. Hemos visto cómo incluso las redes sociales más recientes buscan en la palabra el secreto de un nuevo comienzo. La palabra hablada y escuchada es un antídoto muy fuerte contra la deriva mortal de la pereza telemática. La frontera de Radio Vaticano, en cuanto a la información, sigue siendo la de ser la fuente primaria del magisterio del Papa y el cofre de una memoria colectiva. Es crear con Pedro, en torno a Pedro, no una torre de Babel, sino una comunión de piedras vivas, un edificio de piedras vivas (cf. 1 Pt 2,5).
Su tarea es la descrita por San Pablo en la carta a los Romanos (Rom 10,18): «Su voz corrió por toda la tierra, y hasta los confines de la tierra sus palabras». Su leve ambición es hacer que las muchas personas que la siguen, y hoy son millones también a través de la web y las redes sociales, se sientan protagonistas de primera línea en esa aventura colectiva que es la historia que se está haciendo, y que necesita una lectura cristiana para ser comprendida. Para involucrarlos, en definitiva, en lugar de dejarlos como meros espectadores.
El objetivo de futuro no es centrarse en una bulimia de ideas brillantes, ni cultivar una obsesión por los resultados inmediatos, pero tampoco ceder a la tentación de pensar que compartir es un extra opcional. Es aspirar (más allá de los datos puramente numéricos de la audiencia) a seguir siendo un punto de referencia, capaz de cuestionar, de sacudir las conciencias, de sorprender, de buscar un verdadero compartir, una comunión. Es pasar de la lógica de la transmisión a la de la relación; hacer hablar a las periferias desde el centro, desde el origen de la información vaticana, para construir una red basada en la Palabra.
Paolo Ruffini
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